Un sólido y hueco filme protagonizado por Richard Gere abre la sexagésima edición del Zinemaldi

Desde sus primeros compases, una reflexión sobre el dinero en el mundo de la crisis y el desmoronamiento bursátil, se hace evidente que El fraude (Arbitrage), el filme con el que el Festival de Donostia abrió ayer su sexagésima edición ha sido construido con los mimbres del Hollywood más respetable y serio, el que pretende aunar espectáculo con denuncia, emoción con verdad, glamour con rigor. ¿Es posible conseguir eso? Algunos, muy pocos, lo consiguen, pero ellos incluso solo muy de vez en cuando.  

En el caso del primer largometraje de Nicholas Jarecki, un escritor y guionista, nacido en 1979 en Nueva York, como suele acontecer con gente experimentada en el oficio, el intento se queda a medio camino. Le ocurre como acontecía con Chloe (2009) de Atom Egoyan, filme presentado en este mismo escenario hace un par de años y con el que comparte una cierta obsesión por el adulterio, que la necesidad de equilibrar autoría con negocio, funde mal los rasgos más inquietantes del relato.
Por consiguiente, lo que durante la primera mitad de El fraude (Arbitrage)permite avistar la presencia de poderosas grietas, estupendos asideros  para ahondar en la crisis del mundo actual o para ascender hacia cumbres donde reposan los testimonios más espeluznantes; en el desenlace, se disuelve en un proceso que juega peligrosamente con el verosímil y que acaba pagando un alto peaje al conservadurismo del tiempo presente.
El pretexto argumental al que acude el Jarecki guionista para montar su inmersión en el hogar de un representante de la clase alta neoyorquina, trae a la memoria al Paul Haggis de Clash e incluso a Iñárritu. En una sociedad ajena al conflicto violento, los accidentes de tráfico abren la puerta de lo imprevisto y en lo imprevisto, desembarca la tragedia. Y eso acontece con Robert Miller, un tiburón financiero cuyo periplo da vida a este filme que bien podría haberse titulado El hundimiento.
Durante el tiempo del preludio, Jarecki que como el citado Haggis posee una caligrafía brillante, evidencia que va a levantar un producto de alto coste y mucho oficio. En esa media hora inicial construye una angustiosa ratonera de lujo. Con aire solemne no exento de ecos trágicos arrancados de un clasicismo que hunde sus raíces en Shakespeare y recala en el Coppola de los años 70 y 80, se extiende una red asfixiante en la que Miller, paradójicamente nacido el mismo año que el festival de San Sebastián y al que vemos celebrar dos veces su sesenta cumpleaños, se va metiendo.
Lo más prometedor del filme se ve en el fondo, en los paisajes del gran capital y el sucio negocio que como un eco lejano y pretextual resuena cada vez de manera más borrosa. Cuando se comprende que Jarecki no puede o no sabe hincar el diente a la crisis del mundo contemporáneo, se aprecia un doble sentido al título español del filme. Sin ser un mal filme, Jarecki defrauda las expectativas de su argumento y deja fuera de campo lo que realmente podría haberle hecho grande. Cabría haber esperado que, en su lugar, a falta de capacidad para bucear en lo social y/o en lo económico lo hiciera en lo íntimo y personal, pero Jarecki está lejos de poseer el pulso de Elia Kazan y mucho más lejos del afilado escalpelo de Bergman para con él asomarse a las tinieblas de los sentimientos.
Es entonces cuando se impone la evidencia de que, en realidad, lo que Jarecki se propone es levantar un proceso penalizador sobre los peligros del adulterio. Con ese mensaje moral como emblema ya nada evita asumir que esto es un thriller tramposillo que empieza a romperse cuando aparece el personaje de Tim Roth, un sabueso justiciero que sin duda es el personaje más forzado e inexplicable de todo el reparto.
De manera que se nos hace sentir que lo que lleva a un callejón sin salida al citado Miller, lo que provoca el hundimiento de su principal personaje, poco o nada tiene que ver con las consecuencias de la especulación financiera, de la mentira contable, de la manipulación judicial y del mal uso de la amistad, la lealtad y los hijos. Su castigo divino reposa en alcobas ajenas. Y en su lugar, la familia como metáfora del poder, como garante del status quo impone la ley de los buenos demócratas y republicanos, dicta un castigo ejemplar, allí donde duele. Lo decíamos al comienzo: en el dinero.

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