Miserias y flaquezas del fundador del FBI
Título Original: HOOVER Dirección: Clint Eastwood Guión: Dustin Lance Black Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Naomi Watts, Armie Hammer, Josh Lucas, Ed Westwick y Judi Dench Nacionalidad: EE.UU. 2011Duración: 137 minutos ESTRENO: Febrero 2012
Por qué ha hecho Clint Eastwood esta película; qué pretende (des)cubrir? ¿Caricaturizar los excesos de un maquiavélico obseso de la clasificación y el control? o ¿comprender -y reprender- la angustia del hombre que reprime sus impulsos sexuales y se niega su derecho al placer y al roce? Sea cual sea la respuesta, algo no admite discursión: J. Edgar es una película-erizo. En consecuencia repele, incomoda y abruma. ¿Mala? No, exactamente, irregular, desde luego. Eastwood y su guionista, Lance Black, alumbran un texto fílmico de indudable ambición. Hay rigor, control, ausencia de concesiones,… Cine adulto e insólito en un tiempo de balbuceos prenatales y babeos seniles. Así que el biopic de J. Edgar, ciudadano norteamericano en cuyas manos bailaron seis presidentes de EE.UU. y supieron de su sed de venganza bíblica miles de ciudadanos, representa la doble moral del país de Bruce Springsteen.
Él, el ciudadano J. Edgar, fue la madre y el padre de todas las paranoias yanquis siempre temerosas del odio ajeno; siempre atacando para evitar ser devoradas por peligros infinitos: bolcheviques, izquierdistas, capos de la mafia, pacifistas, librepensadores, intelectuales y artistas,… Brecht le hubiera dedicado un drama, Shakespeare una tragedia y ¿Eastwood? No se sabe, esa es la incertidumbre que mece esta película, su indefinición.
A J. Edgar Hoover lo (entre)vimos hace unos años con la piel de Bob Hoskins en el Nixon (1995) de Oliver Stone. Más recientemente apareció con el joven rostro de Billy Crudup (doctor Manhattan) en Enemigos públicos de Michael Mann. Ahora se cumplen cuarenta años de su muerte y sus huellas, porque permanecen, siguen interesando. Por esa razón, Eastwood se empeña en desmenuzar a Hoover durante dos horas largas, ahora con el rostro de Leonardo DiCaprio sometido a un proceso de envejecimiento de cincuenta años a golpe de máscara y truco. Actor antes que director, Eastwood sabe que un actor que recorre medio siglo de la vida de su personaje difícilmente sorteará el escollo de la farsa, porque el maquillaje casi siempre acaba traicionando.
O sea que, desde el comienzo, porque desde el mismo arranque Eastwood retuerce sin preaviso ni lógica los diferentes tiempos cronológicos del biografiado, se intuye que Eastwood asume el extrañamiento. Miremos al Rousseau de Las ensoñaciones del paseante solitario y allí encontraremos una luz para ubicar las tinieblas en las que se ahoga este J. Edgar. Eastwood trata de injertar lo simbólico en la memoria histórica y luego anclar ambas en la trastienda de lo cotidiano. Se trata de una anómala fusión que desemboca en un enredo de confusión. Por eso Edgar sobrevuela por la hagiografía solemne, abraza el realismo desmitificador y se pierde en la mordacidad de la sátira. Es todo y no es nada.
Eastwood, convertido en el cronista del siglo XX de su país, él que durante años representó el mito del justiciero, ahora acumula pruebas para enjuiciar la Historia de EE.UU. Si su díptico sobre la guerra contra Japón se rompía en un equilibrio bien intencionado, su disección del hombre que puso en marcha el más sofisticado sistema de control policial, naufraga en la indecisión de un retrato evanescente y superficial. En convergencia con el Sokurov de la tetralogía sobre la naturaleza del poder, Eastwood se adentra en la deconstrucción de su protagonista. Así, este Edgar se (re)viste con todos sus vicios y mezquindades. Pero acumulando tanto, la sensación es que está desnudo. Ni leyenda, ni historia; sólo datos y más datos. Y sin magia en el relato sabemos que la objetividad por sí sola no puede sostener el interés de un texto artístico.
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