El apocalipsis de (San) Lars von Trier

Título Original: MELANCHOLIA Dirección y guión: Lars Von Trier. Intérpretes: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Charlotte Rampling, John Hurt y Udo Kier Nacionalidad: Dinamarca, . 2011 Duración: 109 minutos ESTRENO: Noviembre 2011


Esa bilis negra que en la antigüedad servía para explicar lo inexplicable; la sombría tristeza que acongoja el ánimo, fluye en esta película de Lars von Trier de manera inquietante, abundante e insana. No se ve pero si se prueba su ju(e)go, desgarra. Melancolía asume lo que significa su nombre y provoca una tristura cancerígena, impía, contagiosa. Por su culpa se sale del cine perturbado, perplejo, herido. Al principio, esa emoción atrabiliaria se persona disfrazada en un prólogo que reitera la obertura de Anticristo. De nuevo cámara lenta para mostrar un movimiento que cuanto más se ralentiza más se divorcia de si mismo. Es el instrumento que usa Von Trier para coreografiar lo invisible. Para llamar al misterio. Para disfrazar de belleza la tragedia.
El cineasta expulsado de Cannes por su atrevimiento insensato de evocar la figura de Hitler como un personaje comprensible, aunque Trier no justifica ni abraza su locura, se enfrenta en Melancolía a una peculiar versión del Apocalipsis. Para ello Von Trier se asoma a las fauces del antropófago Saturno, para idear un final de partida. La tierra va a morir porque un planeta mayor que él se le echa encima y, en consecuencia, desaparecerá devorada. Sorprende siempre ver cómo un hombre cultivado en la indiferencia religiosa, agnóstico y radical se enreda en todas y cada una de sus películas en una iconografía bíblica y/o mitológica en la que se ocultan algún dios e infinidad de demonios. Aquellas campanas del final de Rompiendo las olas se tornan aquí en las dotes adivinatorias de Justine. Justine emerge como el principal personaje de Melancolía sólidamente interpretado por Kirsten Dunst, en un papel que inicialmente Penélope Cruz activó en su día.
Trier se sirve de un prólogo y dos actos. El primero muestra una boda que naufraga. El segundo, una vida que desaparece. Hundimiento sobre hundimiento al servicio de un filme plagado de citas cultas, de pistas contradictorias que Trier utiliza para reivindicar el vaciamiento de los referentes culturales en la Europa del siglo XXI.
Justine, cuyo nombre abre sus manos hacia Sade, se conduce como una víctima de una fatalidad (p)resentida. El filme se abre con su llegada a un ritual de matrimonio que evidentemente no desea. Por eso ha escogido una limusina que no cabe en la estrecha carretera hacia el castillo-mansión con un campo de golf de 18 hoyos y atravesado por un aire de crepuscular arrogancia. Por eso llega tarde. Por eso su ceremonia cruje de confusión y desamor.
En esa parte del díptico, Trier muestra un fresco coral repleto de personajes a los que, con media docena de trazos, retrata con precisión y profundidad. La pantomima social queda al descubierto, la conjura de los necios adinerados salta por los aires. Es hora de liquidar el estamento familiar y el bienestar del euro. Estamos en plena disolución de cualquier asomo de ideología o ética social. Si todo agoniza… el final es irremediable, grita y gime en la segunda mitad un Trier que cambia de armas. El devenir de una cámara nerviosa, atenta y vibrante, cede el testigo al tiempo de la solemnidad. Al silencio de la espera.
En ese proceso dialéctico, Trier se complace en un barroquismo referencial sobre el que cabría escribir cientos de páginas. Sin duda, alguien lo hará en su día. Pero ahora, en las crónicas apresuradas, cabría decir que se impone la certeza de que hay algo funerario más allá del derrumbe hecatómbico de su argumento. Su moraleja: ¿engaña? Von Trier, a través de Durnst predica la fantasía para esperar lo inevitable bajo el paraguas de lo maravilloso. No es un acto de fe. Se trata de la gran impostura de quien a falta de verdades dice creer en los cuentos y las palabras.
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