Almas de metal, labios de silicona

Título Original: TRANSFORMERS: DARK OF THE MOON Dirección: Michael Bay Intérpretes: Shia LaBeouf, Rosie Huntington-Whiteley, Tyrese Gibson, Frances McDormand, John Malkovich, Patrick Dempsey, Josh Duhamel y John Turturro Nacionalidad: EE.UU. 2011 Duración: 150 minutos ESTRENO: junio 2011

Tercera entrega, tercer asalto. Y como viene siendo costumbre en el cine de músculo y metal, los guionistas, incapaces de vislumbrar algo nuevo en la continuación de lo que no presenta ningún motivo para ello, hacen lo evidente. Hurgar en el origen para allí, en el comienzo, rastrear algo original. Lo que encuentran, lo que imaginan, se resume en sus primeros quince minutos con vigor visual y una impropia torpeza en tiempos de clonación digital. La respuesta al enigma de Transformers estaba allí, en esa cara oculta de la luna a la que Pink Floyd le dedicó uno de sus mejores trabajos. La acción arranca en los años 60, en tiempos de Kennedy, Johnson y Nixon. En plena guerra fría, en medio de la carrera espacial para conquistar el espacio.
En esos minutos, Michael Bay se ajusta al modelo documental. Lo hace con el aspecto de verdad y los rasgos gruesos de la mascarada. Tan seguro está de lo que hace, que no disimula el escaso parecido entre los figurantes que encarnan a los personajes históricos y sus imágenes vistas a través de pantallas de televisión. ¿Para qué? La hipótesis por descabellada resulta incluso divertida. La carrera espacial se detuvo porque en la cara oculta de la luna se encontró una raza alienígena con corazón de hierro y formas antropomórficas, obsesión colonial de quienes se sienten el centro del universo. Tras ese preludio, cuarenta y cinco minutos de casi de nada y hora y media de fuegos artificiales de lujo.
Oficia el maestro pirotécnico del Hollywood actual, el neoevangelista del apocalipsis del siglo XXI: Michel Bay. Diseña destrucción y compone coreografías infernales. Todo le vale. Todo lo fagocita. Una mirada iniciada en el género reconocerá su evidente deuda japonesa. No sólo por lo que se refiere a los robots gigantescos de paternidad nipona, sino por su deriva catastrofista y colosal y por algunos recursos que emanan de los mejores cineastas orientales.
Animado por Spielberg, de quien se decía que convertía en oro todo lo que tocaba sin reparar que en su filmografía abundan más los fracasos que los éxitos, Bay centra el argumento de esa lucha a muerte entre los Autobots y los Decepticons con la humanidad como testigo, en lo nuclear para el negocio. En el espectáculo de barraca ferial.
Estamos ante un puro divertimento escópico al que poco puede afectarle el escalpelo de la crítica convencional. ¿Significa eso que estamos ante un filme despreciable? No exactamente porque en lo suyo, en la aplicación de la artillería pesada de la épica del cine de barrio, Bay obtiene secuencias magistrales y convoca una nueva percepción del vacío que se antoja puro símbolo. Es pues, cine B con medios de lujo y un esqueleto argumental nada inofensivo.
Heredera en algún modo de la inolvidable Almas de metal, todo en Transformers 3 adquiere el valor de lo no orgánico, de la deshumanización, de lo esencialmente mecánico. Es lugar común reiterar que, en este filme, transmiten mejor los sentimientos los engendros robóticos que los personajes de carne y hueso. Y es que a Bay los humanos parecen preocuparle poco.
No dudó en despedir a Megan Fox por sus críticas de mano de hierro para sustituirla por Rosie Huntington-Whiteley cuyo aspecto refuerza esa sensación de artificio siliconado que lo empapa todo. Más que cine, Transformers 3 se debe a una naturaleza imposible donde las proclamas patrióticas se entrelazan con una permanente hecatombe. No es cine narrativo sino un resumen de los mayores desastres del mundo. El 11 S, el tsunami de Japón, algunos terremotos y muchas guerras se asoman a este catálogo de desastres tan exhaustivo como infantil y granguiñolesco.

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