Una serpiente entre leonesTítulo Original: ANIMAL KINGDOM Dirección y guión: David Michôd Intérpretes: James Frecheville, Ben Mendelsohn, Joel Edgerton, Guy Pearce, Luke Ford, Sullivan Stapleton y Jacki Weaver Nacionalidad: Australia. 2010 Duración: 112 minutos ESTRENO: Enero 2011

El plano inaugural con el que arranca Animal Kingdom no deja lugar a las dudas. Es una llamada a permanecer atento porque su naturaleza es la de la incertidumbre y su reino, el del espejismo. Nada es lo que parece, porque lo que parece esta tiznado por el barniz del engaño. En ese plano de apertura una mujer en la cuarentena parece dormitar tranquilamente en un sofá. Sentado, a su lado, un adolescente mira la tele. Estamos ante una escena apacible y feliz. ¿Una velada familiar entre una madre cansada y su distraído hijo? Sí y no. El tema es que esa mujer ya no despertará jamás y ese adolescente imperturbable espera la llegada de una ambulancia para que certifiquen la defunción de su progenitora por una sobredosis de heroína. Un guante de goma en una de sus manos es uno de esos detalles apenas perceptible con los que David Michöd nos previene: ¿qué ha ocurrido? Esa es la cuestión, que hay que tener mucho cuidado con esta película porque en ella, los detalles más insignificantes devienen en decisivos y, a veces, muchos de esos gestos no serán explicados. Al menos, no de manera evidente.
Con ese planteamiento de apertura, todo en Animal Kingdom se reconduce por el camino de lo inevitable. Michöd, que da a ese joven aturdido la voz del narrador, refuerza la idea central: su historia es la de ese huérfano incapaz de mostrar sus emociones. Será él quien prevenga al espectador sobre la extraña familia a la que tiene que retornar. Una familia que, durante los títulos de crédito, Michöd proyecta en la figura de leones salvajes. Una familia presidida por una figura maternal, la abuela, cuyo poder sustentador se antojará casi mítico. Ese es el nivel al que aspira este filme, el de la solemnidad trágica de las grandes obras, el cine puro que hunde sus cimientos en el clasicismo rehabilitado desde un presente permeable a los nuevos discursos. Hay en su relato un determinismo cruel, un peso asfixiante en el que el ADN resulta una condena bíblica y la familia una maldición. Animal Kingdom pertenece a esa rara estirpe de primeras películas que relampaguean en el universo cinematográfico como augurios de que el cine no ha muerto. Su pegada evoca las sensaciones que, en su día, trasmitieron obras como Reservoir Dogs, Sospechosos habituales y Cuestión de sangre. Es decir películas seminales con las que irrumpieron cineastas talentosos a partir del género más seguro de todos en estos tiempos, el oscuro thriller.
Probablemente por su contención y por su mirada perversa a los lazos de sangre, este director australiano, que ganó en el pasado festival de Sundance, ha sido comparado con James Gray. Como el autor de La noche es nuestra y Two Lovers, Michöd escribe negro sobre negro. De modo que la sociedad que refleja Animal Kingdom se pudre. La policía asesina a sangre fría y los asesinos se matan entre ellos. No hay esperanza. Tan sólo los más ilusos, como el comisario que encarna Guy Pearce, creen en un orden que ya se ha perdido.
Todo en Animal Kingdom se reviste de una insania espeluznante. Todo rezuma dolor, impotencia y desolación. Concebida como una pieza mayor, desde la música a los sonidos más leves, de la puesta en escena a los pliegues extraños y ambiguos de todos los personajes que se convocan en este baile siniestro, todo suma valor a un filme valorable del que seguiremos hablando durante mucho tiempo. De él, de su realizador y de ese personaje antológico encarnado por una abuela sedienta de poder y venganza, capaz de todo, hasta de transformar a su nieto, un animal de sangre fría, en una serpiente devoradora de leones rabiosos. Con él, el ciclo se ha cerrado.
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