Tras la intensidad, llega la calma
La mezquita, un inteligente y humilde filme marroquí, acompañó ayer en la sección oficial de Zinemaldia, a Come, ama, reza protagonizada por Julia Roberts Después de la densa jornada del domingo, tocaba un respiro. En consecuencia de tres obras en la sección oficial se pasó a sólo dos películas. Una a concurso y otra fuera de competición. La primera llegaba de Marruecos, un país de pequeña industria y escaso alcance internacional. La segunda aterrizaba desde EE.UU., el centro cinematográfico del mundo. La mezquita cuenta el periplo de un padre de familia marroquí sometido a un infierno burocrático. Eat, pray, love (Come, ama, reza) da igual lo que cuente porque, simplemente, su inclusión en la sección oficial es el pretexto para acompañar la venida de Julia Roberts para recoger el Premio Donostia.
Y como en el filme de Julia Roberts se estimula el apetito, acudiremos a la gastronomía para hablar de ambas películas. Diremos que el filme de Daoud Aoulad-Syad puede ser digerido como uno de esos dulces postres magrebíes. Está hecho de miel y pistachos. Se come de un bocado, pero su digestión nos recuerda que su interior rebosa densidad y calorías. Su historia, un equilibrio sobre el alambre de la realidad, posee un núcleo narrativo anclado en una anécdota verdadera. Esta especie de documento recreado, exagerado, parte, según su realizador, de su propia experiencia. Una experiencia que Aoulad-Syad tensa para esbozar una mirada nada ingenua sobre el (sobre)peso de la religión y la burocracia y sobre el propio cine y su intromisión en sociedades primitivas como la que sirve de escenario a esta película.
El problema que da vida a La mezquita se explica en dos líneas. Tras acabar el rodaje de una película anterior que invoca el nombre de Pasolini, el propio cineasta, Aoulad-Syad, se despide de los lugareños que han colaborado con él, no sin antes escuchar un problema ante el que no asume ninguna decisión. Los aldeanos han derribado todos los decorados salvo el que corresponde a la falsa mezquita. Al no tener una, ese decorado de cartón piedra se ha transformado en la casa de dios pública. El problema es que el dueño del terreno reclama lo que es suyo al tiempo que un actor caradura ha decidido afincarse allí como el imán de la misma.
Con ese conflicto Aoulad-Syad conduce a su protagonista, un actor con recursos capaz de sostener la mirada, en un absurdo ir y venir entre cuyos quiebros queda retratada la sociedad rural de su país. En el retrato de ese pueblo de sombras berlanguianas que se prepara para salir en la tele y que asiste impertérrito al desfile de turistas, hay una influencia germinal a la que se aferra su director.
La mezquita sería inimaginable sin la autoridad y el trabajo de Abbas Kiarostami. Por decirlo de alguna manera, este dátil marroquí ha sido plantado a partir de una semilla iraní y por ahí asoman sus virtudes y sus flaquezas. Aoulad-Syad se autocita y mezcla su propia realidad con la que el filme recrea. Él mismo y su anterior rodaje le ponen en bandeja la posibilidad de desplazar el verdadero leit motiv de su película. Muchas secuencias remiten de manera (in)directa a Kiarostami. En bastantes planos se percibe el influjo de títulos como Y la vida continúa, A través de los olivos, El sabor de las cerezas y/o El viento nos llevará .
La principal diferencia estriba en la aplicación de los recursos del plano general y la elipsis. Aoulad-Syad tiene menos paciencia, resulta menos riguroso y su filme por lo tanto parece una buena imitación a la que se le han limado las aristas para hacerla más digerible, más sencilla, menos personal.

Come, reza, ama de Ryan Murphy

Paseo por la simpleza y el tópico

Y del pastel marroquí pasamos al huevo de pascua norteamericano. Come, reza, ama está hecha de chocolate rancio por fuera con una golosina llamada Julia Roberts en su interior. Es una variable perversa del huevo kinder que Zizêk señala como alegoría de la vacuidad de nuestro tiempo. Si en La mezquita se adivina, más allá de los fundamentos primitivos de un paisanaje superviviente en la orilla del desierto, una intención cinematográfica nada ingenua; en el filme de Ryan Murphy acontece todo lo contrario.
Bajo la sofisticación del contexto, habita la nadería del cineasta. En medio de algunos diálogos con cierto oficio, una tormenta de tópicos, clichés y lugares comunes que incluyen postales crepusculares con vistas turísticas.
Come, reza, ama no roza la cursilería simplemente es la sublimación de la tontería. No es larga, sino eterna. La película parece haber sido impulsada por una federación de agencias de viaje necesitada de atraer clientes a los que se les vende lo que su título expresa: sexo, gula y misticismo.
Pero no se preocupen. De lo primero no hay casi nada porque la chica que Julia Roberts encarna se muestra tan desmotivada como desorientada. De lo segundo, hay mucho más, de ahí que a la hora de escribir estas líneas no se pueda eludir echar mano a los ejemplos gastronómicos para hablar de ella. De lo tercero, de lo tercero mejor será no decir nada por respeto al zen.
La única aportación, por buscar algún agarre, algún valor, que ofrece la película de Ryan Murphy, consiste en poner de relieve la profesionalidad de Julia Roberts. Por cierto una gran actriz con casi ninguna película buena. Resulta sobrecogedor escuchar cómo recita Julia Roberts los diálogos que le han impuesto sin enrojecer de ira y vergüenza. Lo mismo cabe decir del resto. Nadie se lo preguntó a Javier Bardem en la rueda de prensa, pero todavía es un misterio entender cómo se enfrento a la escena de la despedida de su hijo de 19 años, para no partirse de risa ante la petición del guión de derramar un ridículo, desproporcionado e inapropiado mar de lágrimas.

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