El niño lobo que quiso reinar

Título Original: WHERE THE WILD THINGS ARE Dirección: Spike Jonze Guión: S. Jonze y Dave Eggers; basado en la obra de Sendak Intérpretes: Catherine Keener, Max Records, Mark Ruffalo, Lauren Ambrose y James Gandolfini Nacionalidad: EE.UU. 2009 Duración: 100 minutos ESTRENO: Diciembre 09


Max, el joven protagonista de Donde viven los monstruos es un niño enrabietado que no controla su ira. Max está en esa edad abismal en la que se conforma la personalidad, ese estadio temporal sobre el que Freud reflexionó largamente dedicándole varios ensayos, entre otros, los recopilados en Sexualidad infantil y neurosis. Max, a diferencia de otros niños, no se alinea al lado de caperucita. Él es el lobo y como lobo se disfraza, de ahí su rabia, de ahí su furia, de ahí ese desatinado aullido.
Lo que Maurice Sendak relató en 1963 y Spike Jonze recrea con evidente fidelidad ahora, se adentra en ese universo de obras de apariencia sencilla y de recocina laberíntica. Alegorías que desgranan historias de niños para adultos. Parecen infantiles, cuando son inquietantes. Se disfrazan de transparencia, cuando albergan perversiones. Poseen la visibilidad de la niebla, la luminosidad de la noche. Y es que Donde viven los monstruos, como las aventuras de Alicia o el periplo de la Dorothy de El mago de Oz, está hecho de material inflamable. Sé que me gustan pero nunca sabría a quién recomendarlas.
Spike Jonze (Being John Malkovich,1999, El Ladrón de Orquídeas, 2002) no se distingue por hacer un cine convencional, al contrario, es eso que algunos de manera muy despectiva llaman “raritos”. O sea freakies; o sea monstruos. La cuestión de fondo estriba en ser consciente de que lo verdaderamente terrorífico, lo siniestro, no fluye en ese lado. El verdadero monstruo de este filme no son las criaturas, fieles a las ilustraciones de Sendak, de esa isla-refugio en la que desembarca Max huyendo del manto materno, sino ese niño neurótico, irascible, caprichoso y salvaje. Porque es de eso, de la falta de civilización, del descontrol de las pulsiones básicas, del ser no domesticado, asilvestrado, de lo que trata este obra inspirada en un breve cuento ilustrado.
Jonze no traiciona a Sendak y hace un filme de aparataje mínimo, de artificio reducido . Sus personajes monstruosos parecen versiones mejoradas de Espinete, lo que refuerza todavía más su carga de irrealidad y obliga al espectador adulto a distanciarse de lo aparente para adentrarse en lo que permanece ignoto. No es fácil y además es confuso. Por eso mismo, los niños más pequeños difícilmente, salvo sensibilidades especiales, aceptarán la ruda propuesta de Jonze. Un Jonze que ahora separado de su entente con Kaufman, guionista de sus películas anteriores, insiste en navegar por las costuras donde lo real se hace surreal, allí donde gente como Buñuel advertían del peligro de asomarse al interior.
El interior de Donde viven los monstruos se convoca en la actitud de un niño en conflicto con lo real y en guerra con los demás. Un egoísta inconsciente al que un viaje onírico le lleva a culminar la antigua maldición gitana: que se cumplan todos tus deseos.
Max, el niño-lobo, el salvaje que muerde, que aúlla, que destruye, se convierte en rey de los monstruos. Y, bajo el peso de la corona, aprenderá la necesidad de sostener la palabra y el riesgo de que, ante la voracidad del comer, existe el peligro de ser comido.
Sin duda no faltarán lecturas psicoanalistas en torno a este filme. Las habrá en la medida en las que también las había en su relato primigenio. Lo que Jonze aporta es un tratamiento musical fascinante en algunos momentos y un valor pedagógico, hacer un cine de monstruos para gritar que no hay más monstruo que un niño sin control. Es decir, Jonze, con la ayuda de Sendak desciende un escalón hacia el origen de la pesadilla que late en El señor de las moscas, una caldera donde se cuece esa pesadilla convertida en paradigma de nuestro tiempo
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